31/7/25

El sacrificio como redención en Berserk



Hay obras que no se leen: se arrastran. Berserk es una de ellas. No importa si llegaste por la estética oscura, por la leyenda de Kentaro Miura o por recomendaciones en foros enterrados de internet: al poco tiempo de abrir una página te das cuenta de que no estás simplemente ante un manga, sino frente a una epopeya trágica, que late con la fuerza ancestral de los mitos griegos y con la crudeza filosófica del existencialismo más descarnado.

Y entre las sombras, en el centro del huracán, aparece él: Guts, el guerrero maldito, el niño sin nombre, el hombre atravesado por una herida que no deja de sangrar.

Pero, antes de comenzar: ¿De qué trata este manga? 

Berserk es una obra monumental del manga japonés creada por Kentaro Miura, que comenzó a publicarse en 1989 y, pese al fallecimiento del autor en 2021, continúa siendo una referencia ineludible del medio. Es, ante todo, una historia de supervivencia, de venganza, de lucha interna y externa contra un mundo desgarrador y brutal, narrada con una intensidad pocas veces vista en la ficción contemporánea. Pero también, y esto es esencial, Berserk es una profunda meditación sobre la condición humana.

Su protagonista, Guts, es un mercenario marcado por una infancia traumática y una vida de violencia perpetua. Desde sus inicios como niño soldado hasta convertirse en un guerrero imparable, Guts encarna la figura del marginado que lucha contra el destino, contra los dioses y contra su propia oscuridad. La historia se articula principalmente en torno a dos grandes etapas: la llamada "Edad Dorada", que narra el ascenso y caída de la Banda del Halcón, y la posterior travesía de Guts como guerrero solitario, enfrentado a criaturas demoníacas, pero también a sus propios fantasmas.

En el corazón narrativo de la obra se encuentra la relación entre Guts y Griffith, líder carismático de la Banda del Halcón, cuyas ambiciones divinas desencadenan la tragedia más desgarradora del relato. Este vínculo se convierte en el eje simbólico y emocional de la serie: Guts representa la voluntad individual, cruda y casi nihilista; Griffith, en cambio, encarna la hybris, la ambición desmedida, el deseo de sobrepasar lo humano y alcanzar lo divino, cueste lo que cueste.

Visualmente gótica, argumentalmente trágica y filosóficamente densa, Berserk se mueve entre el horror y la épica, la fantasía oscura y la introspección más íntima. Con claras influencias de la filosofía existencialista, el arte medieval europeo y la literatura romántica, la obra plantea interrogantes esenciales: ¿existe el destino? ¿Hasta qué punto somos dueños de nuestras decisiones? ¿Qué implica resistir en un mundo que nos es hostil?

La voluntad de un hombre se mide por la cantidad de dolor que puede soportar

Heridas abiertas: un protagonista tallado en trauma

Hay una palabra alemana, Schmerz, que designa un dolor que no solo se siente, sino que estructura. Guts es Schmerz hecho carne: cada golpe, cada traición, cada pérdida ha ido forjando no solo su cuerpo, sino también su identidad. Su infancia, marcada por el abandono, la violencia y la supervivencia sin afecto, no es anecdótica, sino matriz: Guts es el resultado de una infancia sin lenguaje amoroso, y eso determina toda su trayectoria.

Freud hablaba del trauma como un retorno constante: algo que no se procesa, sino que se repite. Y Berserk está lleno de ecos. El Guts que conocemos sigue luchando no solo contra apóstoles o monstruos, sino contra un pasado que no se deja enterrar. Cada combate es un espejo.

La hybris: cruzar la línea de lo humano

En la tragedia griega, hybris era el acto de desmesura que provocaba la caída del héroe. Aquiles, Edipo, Agamenón: todos cruzaron un límite, desafiaron lo divino o lo humano, y fueron castigados por ello. Griffith es, en este sentido, un Edipo que no busca la verdad sino la gloria; un Prometeo que no entrega el fuego, sino que se quema a sí mismo por tocar el cielo.

La caída de Griffith, la transformación en Femto, es la consecuencia directa de su hybris: al negarse a vivir sin alcanzar su sueño, sacrifica a todo aquel que lo hizo humano. Pero Miura no lo presenta como un simple villano. Hay en él una lógica trágica, casi nietzscheana: “quien tiene un porqué, puede soportar cualquier cómo”. Y Griffith, sencillamente, no soporta la finitud del cómo.

Guts, por el contrario, es la figura de la anti-hybris: no desea el mundo, solo desea seguir caminando. No busca trascender la carne, sino habitarla, aunque duela. Es una forma de resistencia ética: no como héroe, sino como superviviente. Guts, en muchos sentidos, es un héroe trágico. No solo por su destino cruel, sino por esa voluntad inquebrantable que roza lo inhumano. Él no se detiene. No puede. Lucha incluso cuando el cuerpo ya no responde, cuando ha perdido todo lo que le daba sentido. ¿Es eso admirable? ¿O es, en realidad, la marca de una hybris interiorizada, de una incapacidad para aceptar la fragilidad?

La Matadragones, su gigantesca espada, es más que un arma: es símbolo. No solo destruye, también aísla. Nadie puede acercarse sin ser herido. En su tamaño descomunal hay un mensaje: Guts ha elegido el exceso como forma de supervivencia. Pero todo exceso tiene un precio.

Griffith, el espejo perverso


El antagonista no es solo un enemigo: es la sombra del héroe. Y Griffith no es una excepción. Es carisma, ambición, belleza. Pero también es vacío. Su traición —que no desvelaré del todo por si alguien llega a este blog sin conocer el Eclipse— no es solo una acción concreta, sino un gesto filosófico: la instrumentalización absoluta del otro.

Griffith cree que los sueños justifican los medios. Guts, que la dignidad está en resistir incluso cuando el mundo entero te abandona. La oposición entre ambos no es solo narrativa, sino existencial. Uno encarna el nihilismo estético, el otro el dolor como motor ético. Y sin embargo, Guts no puede cortar del todo su vínculo con él. Porque Griffith no solo fue su líder, también fue, acaso, su primer afecto real. El Eclipse, leído así, no es solo un acto de violencia, sino una forma de traicionar la posibilidad del amor.

El cuerpo como campo de batalla

En Berserk, el cuerpo no es solo una herramienta o un campo de batalla. Es un archivo. Un registro viviente de todo lo que no puede olvidarse: violencias, pérdidas, derrotas, placeres interrumpidos. El cuerpo de Guts es símbolo y sintomatología. Su espada descomunal, su brazo mecánico, su ojo perdido... no son trofeos, sino restos. El cuerpo es la única patria posible en un mundo que lo ha expulsado de todos los hogares. Cada cicatriz es memoria encarnada. Cada herida habla. No por nada, el mayor acto de violencia que sufre Casca también es corporal: su trauma la reduce a un estado liminar, casi animal, en el que el lenguaje ha desaparecido pero el cuerpo sigue recordando.

A este respecto no podemos dejar de pensar en autoras como Judith Butler y Susan Sontag, para ellas el dolor da testimonio. El cuerpo es político porque es frágil, porque no miente. Y en Berserk, la verdad se escribe siempre sobre la carne.

Casca: la locura como refugio

No puedo cerrar este artículo sin mencionar a Casca. Su destino —tan cruel, tan injusto— es uno de los elementos más desgarradores de la historia. Pero lo que más me interesa es cómo Miura representa su locura no como un mero trauma, sino como una forma de disociación. Como si su mente hubiese dicho: “Hasta aquí. No más”.

Casca no enloquece porque sea débil. Enloquece porque, como diría Artaud, “el cuerpo ya no puede con la historia”. Su silencio, su mirada perdida, son también formas de resistencia. No una que empuña una espada, pero sí una que se niega a habitar el horror.

 Lo monstruoso y lo humano: frontera rota.

Una de las grandes preguntas del manga es: ¿qué es ser humano? Y la respuesta, lejos de ser biológica, es ética. Hay Apóstoles que han vendido su humanidad por poder. Pero hay humanos —como Griffith— que, sin transformarse físicamente, se convierten en monstruos por elección.

Berserk no divide en blanco y negro. Las fronteras son porosas. Hay ternura entre los demonios. Hay salvajismo entre los humanos. Lo monstruoso es, muchas veces, el resultado de una herida no escuchada. Guts mismo es leído como bestia por muchos. Pero lo que lo salva no es la moral, sino el cuidado. Su vínculo con Casca, con Puck, con Farnese… son actos de rehumanización frente al abismo.

Podríamos pensar aquí con Julia Kristeva y su noción de lo abyecto: aquello que nos repulsa porque nos recuerda nuestra propia fragilidad. Lo monstruoso en Berserk no está fuera de lo humano. Está dentro, reprimido, temido… hasta que emerge.

 La voluntad de vivir y el eterno retorno.

Frente a todo este horror, ¿por qué seguir? Berserk es profundamente nietzscheano en este sentido. La voluntad de Guts no es épica, sino vital. No pelea por la justicia. Pelea por seguir. Porque detenerse sería ceder el alma a la desesperación. En este gesto, Berserk recuerda que resistir no es negar el dolor, sino darle forma, canalizarlo, transformarlo.

Es un acto profundamente filosófico: decir sí a la vida incluso cuando no ofrece sentido. Nietzsche hablaba del eterno retorno: vivir de tal modo que desearías repetir tu vida infinitamente. Guts no lo desearía. Pero lo vive. Una y otra vez. Con su cuerpo, con su silencio, con su espada.

¿Por qué seguir leyendo Berserk?

Porque no es un manga sobre espadas y monstruos. Es un canto roto sobre la humanidad. Porque en cada página hay una pregunta sin respuesta. Porque Guts no es un héroe perfecto, sino una herida abierta que avanza.

Y sobre todo, porque Berserk no nos promete redención, pero sí algo más raro: un sentido nacido del caos. Como los trágicos griegos, como Dostoievski, como Nietzsche, Miura nos dice que tal vez no hay salida. Pero incluso entonces, podemos alzar la espada. Aunque sepamos que no venceremos. Berserk no me gusta solo por su historia. Me gusta porque me hace pensar. Me gusta porque no da respuestas fáciles. Porque se atreve a mirar al trauma sin decorarlo. Porque muestra que incluso entre la carne rota y la noche interminable hay lugar para una chispa. Una mano extendida. Un silencio compartido.

Y eso, en tiempos cínicos, es más revolucionario que cualquier rebelión.
Eso es lo que me enseñó Miura: que a veces, resistir es la forma más íntima de libertad.

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