El mundo se ha desencantado.— Max Weber
Y sin embargo, seguimos buscando el hechizo.
He leído a Adrian Tchaikovsky tres veces este año: Linaje ancestral, Ogros y Spiderlight. Cada libro prometía mundos asombrosos, ideas inmensas e imaginación sin freno. Sin embargo, en todos ellos sentí lo mismo: un respeto sin emoción. Admiré su inteligencia, su pulso narrativo, su capacidad casi biológica para crear ecosistemas de ficción… pero al cerrar cada historia, no quedaba eco. Solo un silencio racional, una especie de vacío mental que no era aburrimiento, pero tampoco deslumbramiento. Esta situación me llevó a preguntarme qué ocurre cuando una obra no falla, pero tampoco nos toca.
Quizá la literatura fantástica haya cambiado de piel. Antes buscaba el temblor, la apertura a lo desconocido, lo imposible que nos revelaba algo íntimo sobre nosotros mismos. Hoy, a menudo, parece más interesada en el propio mecanismo que en el misterio. Tchaikovsky representa a la perfección esa corriente: mundos coherentes hasta lo biológico, culturas y especies descritas con la lógica de un biólogo evolutivo. Es brillante, sí. Pero a veces la brillantez ilumina tanto que deja sin sombras. Ursula K. Le Guin lo advirtió hace décadas: “Nos hemos vuelto tan prácticos que ya no sabemos qué hacer con lo imaginario, salvo diseccionarlo.”
El asombro, como ya decía Aristótele, es el origen del pensamiento. Sin embargo, cuando todo se explica, el asombro muere. Lo que en la mitología era símbolo, en la ciencia ficción se convierte en estructura. Y aunque esa racionalidad tiene su belleza, puede también provocar una distancia emocional: como lectores ya no temblamos, solo observamos. Nos hemos convertido en un lector ilustrado, desencantado, que ya no necesita creer, pero que a veces desearía volver a hacerlo.
De las tres novelas, Linaje ancestral es quizá la más ambiciosa. Su punto de partida, la humanidad observando cómo otras especies heredan la Tierra y desarrollan su propio linaje, resulta fascinante. Pero esa fascinación es fría, casi académica. Hay en sus páginas una aceptación darwinista del fin del hombre, sin tragedia ni mística.
Me encontré admirando el diseño del mundo y, al mismo tiempo, sintiéndome expulsada de él. Porque, si el progreso ya no nos necesita, ¿qué lugar queda para el alma? Nietzsche lo habría celebrado: “El hombre es algo que debe ser superado.” Pero en Tchaikovsky, esa superación carece de júbilo. Es la historia de un dios que, tras crear, apaga la luz.
En este autor no hay nostalgia: la evolución sigue su curso, y nosotros somos apenas una nota a pie de página en el libro de la vida. Es una idea poderosa, pero también devastadora. Quizá por eso no emociona: porque no deja espacio para el consuelo.
Por su parte, Ogros comienza como una parábola brutal. El ser humano aparece reducido a una especie de ganado, sometido a criaturas más grandes y fuertes. La inversión es ingeniosa y moralmente incómoda. Sin embargo, a medida que la historia avanza, el horror se vuelve comprensible, y lo comprensible deja de doler.
Hannah Arendt hablaba de “la banalidad del mal”: esa forma de horror que ya no necesita monstruos, solo estructura. Del mismo modo, en Ogros, el mal ya no grita: administra.El lector no teme a la violencia, sino a su eficacia. Y quizá por eso la lectura inquieta sin estremecer: porque nos resulta demasiado familiar. Tchaikovsky no escribe desde la crueldad, sino desde la lógica. Y eso, para mí como lectora, desactiva la fuerza del espanto. Todo se explica, todo encaja. Pero cuando el mal se vuelve sistémico, pierde su filo moral.
El lector ya no se enfrenta al abismo, sino a un modelo funcional de él. Y eso, en tiempos donde estamos saturados de realidades terribles, nos produce menos miedo que cansancio. Quizá Ogros es un espejo del siglo XXI: ya no tememos a los monstruos, sino a la rutina del horror.
En Spiderlight, Tchaikovsky juega con el mito clásico del grupo de héroes que parte en una misión divina. Pero aquí, el bien y el mal son caricaturas conscientes de sí mismas. Todo está teñido de ironía, de escepticismo. La araña que acompaña a los protagonistas es, a la vez, criatura monstruosa y símbolo de lo que el grupo rechaza entender.
Es una sátira ingeniosa y, en cierto modo, entrañable. Pero al despojar al mito de toda fe, también se le quita el pulso emocional. Sin el riesgo de creer, no hay redención posible. Todo se reduce a un juego de espejos morales que el lector admira, pero no siente. La ironía se muestra así como una herramienta peligrosa: ilumina el artificio, pero mata la inocencia. Y sin una mínima dosis de inocencia, la fantasía se marchita.
Después de tres libros, comprendí que quizá el problema no era Tchaikovsky, sino yo como lectora. O mejor dicho: nosotros, los lectores contemporáneos. Nos hemos acostumbrado a entenderlo todo, a diseccionar el mito hasta dejarlo sin misterio. Buscamos coherencia interna, worldbuilding minucioso, justificación científica… y, al hacerlo, hemos convertido la imaginación en un laboratorio. La fantasía moderna es una maquinaria prodigiosa, pero ya no duele. No incomoda desde el alma, sino desde el intelecto. Es posible que Tchaikovsky no escriba para emocionarnos, sino para recordarnos que la emoción ya no es necesaria. Y esa idea es en el fondo aterradora.
Sin embargo, y a pesar de todo, sigo pensando en sus libros. En esa frialdad que no me suelta, en esa incomodidad que, como una araña, sigue tejiendo preguntas en mi cabeza. Quizá eso sea lo que Tchaikovsky consigue sin proponérselo: despojarnos del placer inmediato y obligarnos a mirar la ficción desde fuera, con la lucidez de quien ya no espera milagros. No me conmovió, pero me perturbó. Y en un tiempo donde casi todo está diseñado para gustar, la perturbación es un regalo. Chesterton decía: “El mundo no perecerá por falta de maravillas, sino por falta de asombro.” Quizá el nuevo asombro consista en eso: en aceptar que ya no creemos del todo… y seguir leyendo igual.

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Este blog se alimenta de tus comentarios, y tu opinión siempre será bien recibida. NO SPAM.