Título: La montaña mágica- Autor: Thomas Mann
- Editorial: Debolsillo
- Número de páginas: 1047
- Goodreads ⭐⭐⭐⭐
El protagonista de la novela, Hans Castorp, un joven de 22 años, estudiante de ingeniería y de familia adinerada, va a visitar a su primo al hospital de tuberculosos de Davos, en Suiza. Su estancia, originariamente planeada para tres semanas, se extiende hasta convertirse en una estadía de siete años. Pronto comprende que la lógica que rige en el hospital, situado a 1.530 mts. de altitud, es distinta a la que gobierna el mundo “de los de abajo” –el mundo de los sanos-. El hospital de Davos, reino de la enfermedad y la muerte, pero también de la ociosidad y la seducción, transforman profundamente al protagonista.
La montaña mágica llevaba
años siendo uno de mis libros pendientes. Desde que descubrí su existencia
estando en la universidad, siempre pensaba en esta obra una o dos veces al año
y postergaba su lectura para cuando tuviese el tiempo suficiente para adentrarme
en una novela de este calibre, pues1047 páginas no son pocas.
Haberla terminado me ha producido una sensación difícil de explicar sin sonar un poco exagerada: como si una volviera de un sitio donde ha pasado demasiado tiempo. Genuinamente siento que no “he leído” la novela de Thomas Mann; he estado en ella. Y al cerrarla, tengo la impresión de que el mundo funciona a otra velocidad y que soy yo la que tarda unos segundos de más en reaccionar. He de confesar que no es una lectura cómoda ni agradecida. A ratos resulta fascinante, a ratos desesperante, y en más de una ocasión me vi pensando que no avanzaba, que llevaba páginas, e incluso capítulos enteros, sin que pasara nada reconocible como acción. Hoy puedo decir que esa impaciencia también formaba parte del trato que nos exige el autor. La montaña mágica no quiere que leas rápido ni que entiendas enseguida. Quiere que te quedes. Que te acostumbres y que pierdas un poco la noción del tiempo.
Y es que, de hecho, durante la lectura tuve a menudo la sensación de estar “perdiendo el tiempo”, y creo que pocas novelas han conseguido que esa idea resulte tan productiva. Porque el libro no solo habla del tiempo: te lo desorganiza. La propia trama te obliga a leer de otra manera, a aceptar la digresión, la conversación interminable, la reflexión que no conduce inmediatamente a ninguna parte. Y algo de eso, inevitablemente, se filtra fuera del libro.
Al terminarlo queda una especie de ruido de fondo: la intuición de que no todo se ha entendido del todo, pero de que, aun así, algo importante ha pasado. No tanto en la trama, que es casi lo de menos, como en la forma en que la novela te ha tenido cautiva durante tanto tiempo. Quizá por eso resulta tan difícil contar de qué va La montaña mágica sin empobrecerla. Porque no va de una historia concreta, sino de un estado mental.
Haberla terminado me ha producido una sensación difícil de explicar sin sonar un poco exagerada: como si una volviera de un sitio donde ha pasado demasiado tiempo. Genuinamente siento que no “he leído” la novela de Thomas Mann; he estado en ella. Y al cerrarla, tengo la impresión de que el mundo funciona a otra velocidad y que soy yo la que tarda unos segundos de más en reaccionar. He de confesar que no es una lectura cómoda ni agradecida. A ratos resulta fascinante, a ratos desesperante, y en más de una ocasión me vi pensando que no avanzaba, que llevaba páginas, e incluso capítulos enteros, sin que pasara nada reconocible como acción. Hoy puedo decir que esa impaciencia también formaba parte del trato que nos exige el autor. La montaña mágica no quiere que leas rápido ni que entiendas enseguida. Quiere que te quedes. Que te acostumbres y que pierdas un poco la noción del tiempo.
Y es que, de hecho, durante la lectura tuve a menudo la sensación de estar “perdiendo el tiempo”, y creo que pocas novelas han conseguido que esa idea resulte tan productiva. Porque el libro no solo habla del tiempo: te lo desorganiza. La propia trama te obliga a leer de otra manera, a aceptar la digresión, la conversación interminable, la reflexión que no conduce inmediatamente a ninguna parte. Y algo de eso, inevitablemente, se filtra fuera del libro.
Al terminarlo queda una especie de ruido de fondo: la intuición de que no todo se ha entendido del todo, pero de que, aun así, algo importante ha pasado. No tanto en la trama, que es casi lo de menos, como en la forma en que la novela te ha tenido cautiva durante tanto tiempo. Quizá por eso resulta tan difícil contar de qué va La montaña mágica sin empobrecerla. Porque no va de una historia concreta, sino de un estado mental.
Toda la novela sucede en el
sanatorio de Davos, que no es solo el escenario de La montaña mágica,
sino su verdadera idea central. Un lugar apartado, en altura, donde el tiempo
se dilata y donde la vida parece transcurrir bajo unas reglas distintas. Nuestro
protagonista, Hans Castorp, llega para pasar tres semanas visitando a su primo
Joachim y acaba quedándose siete años. No porque su enfermedad lo exija de
forma incontestable, sino porque el lugar le ofrece algo tentador: la
posibilidad de estar sin tener que decidir.
Esto se debe a que en Davos se vive suspendido. No hay urgencias reales ni consecuencias inmediatas. Todo puede pensarse con calma, discutirse largamente, matizarse hasta el agotamiento. La enfermedad deja de ser una anomalía que reclama solución y se convierte en una condición compartida, casi en una forma de pertenencia e identidad. Nadie está del todo sano, pero tampoco lo bastante enfermo como para tener que irse. Ese punto intermedio acaba funcionando como un limbo confortable.
Leído así, el sanatorio se parece mucho a una torre de marfil. Un lugar desde el que se puede contemplar la realidad, analizarla con lucidez y distancia, sin verse directamente afectado por ella. Desde la altura, el mundo “de abajo” aparece confuso, vulgar, excesivamente práctico. Allí arriba, en cambio, todo parece más digno de reflexión: las ideas, los conflictos, incluso la muerte. Se habla de la vida con profundidad, pero se vive como si no acabara de interpelarnos.
Ese es, quizá, el gesto más inquietante del sanatorio: no es un espacio de ignorancia, sino de exención. Un lugar donde pensar no implica actuar, donde comprender no obliga a tomar partido, donde la responsabilidad queda siempre aplazada. El aislamiento no protege solo el cuerpo enfermo; protege también la conciencia, que puede ejercitarse sin el peso de las consecuencias.
Por eso La montaña mágica incomoda tanto cuando se la lee hoy. Porque ese refugio elevado no es solo un artefacto literario del pasado. Es una tentación muy reconocible: la de permanecer en espacios donde el análisis sustituye al compromiso, donde la lucidez se convierte en coartada, y donde la distancia con la realidad se confunde con profundidad. Davos no es un lugar al margen del mundo, sino un lugar que vive de mirarlo sin bajar nunca a tocarlo.
Por otro lado, si el sanatorio es un lugar apartado del mundo, el tiempo que se vive en él tampoco es el tiempo corriente. En La montaña mágica, el paso de los días no organiza la vida: la disuelve. Al inicio de la historia, unas semanas parecen una eternidad; más adelante, los años pasan sin dejar apenas huella. Mann no juega con el tiempo como recurso narrativo, sino como experiencia. El lector, igual que Hans Castorp, acaba perdiendo el sentido de la duración, y con él, cierta idea de finalidad.
Leer la novela implica tener que aceptar ese desajuste. Hay capítulos larguísimos en los que no ocurre nada que pueda resumirse con facilidad. El tiempo deja de ser productivo. No conduce a un resultado, no promete un progreso. Simplemente se deposita. Y esa forma de temporalidad, tan poco eficiente, termina resultando familiar incluso para el lector.
Esto se debe a que en Davos se vive suspendido. No hay urgencias reales ni consecuencias inmediatas. Todo puede pensarse con calma, discutirse largamente, matizarse hasta el agotamiento. La enfermedad deja de ser una anomalía que reclama solución y se convierte en una condición compartida, casi en una forma de pertenencia e identidad. Nadie está del todo sano, pero tampoco lo bastante enfermo como para tener que irse. Ese punto intermedio acaba funcionando como un limbo confortable.
Leído así, el sanatorio se parece mucho a una torre de marfil. Un lugar desde el que se puede contemplar la realidad, analizarla con lucidez y distancia, sin verse directamente afectado por ella. Desde la altura, el mundo “de abajo” aparece confuso, vulgar, excesivamente práctico. Allí arriba, en cambio, todo parece más digno de reflexión: las ideas, los conflictos, incluso la muerte. Se habla de la vida con profundidad, pero se vive como si no acabara de interpelarnos.
Ese es, quizá, el gesto más inquietante del sanatorio: no es un espacio de ignorancia, sino de exención. Un lugar donde pensar no implica actuar, donde comprender no obliga a tomar partido, donde la responsabilidad queda siempre aplazada. El aislamiento no protege solo el cuerpo enfermo; protege también la conciencia, que puede ejercitarse sin el peso de las consecuencias.
Por eso La montaña mágica incomoda tanto cuando se la lee hoy. Porque ese refugio elevado no es solo un artefacto literario del pasado. Es una tentación muy reconocible: la de permanecer en espacios donde el análisis sustituye al compromiso, donde la lucidez se convierte en coartada, y donde la distancia con la realidad se confunde con profundidad. Davos no es un lugar al margen del mundo, sino un lugar que vive de mirarlo sin bajar nunca a tocarlo.
Por otro lado, si el sanatorio es un lugar apartado del mundo, el tiempo que se vive en él tampoco es el tiempo corriente. En La montaña mágica, el paso de los días no organiza la vida: la disuelve. Al inicio de la historia, unas semanas parecen una eternidad; más adelante, los años pasan sin dejar apenas huella. Mann no juega con el tiempo como recurso narrativo, sino como experiencia. El lector, igual que Hans Castorp, acaba perdiendo el sentido de la duración, y con él, cierta idea de finalidad.
Leer la novela implica tener que aceptar ese desajuste. Hay capítulos larguísimos en los que no ocurre nada que pueda resumirse con facilidad. El tiempo deja de ser productivo. No conduce a un resultado, no promete un progreso. Simplemente se deposita. Y esa forma de temporalidad, tan poco eficiente, termina resultando familiar incluso para el lector.
Fuente: Snowplaza
Quizá por eso La montaña mágica funciona como una advertencia. No contra la lentitud, sino contra una relación con el tiempo que se vuelve puramente contemplativa. Una forma de estar en el mundo donde pensar ocupa todo el espacio y actuar queda siempre para más adelante. El sanatorio no anula el tiempo, sino que lo neutraliza. Y con él, neutraliza también una parte de la responsabilidad.
Es, precisamente, en ese tiempo suspendido donde puede aparecer alguien como Naphta. No por casualidad, sino porque Naphta no podría existir en el llano, donde las decisiones tienen efectos inmediatos. Necesita un espacio protegido, una torre de marfil, un limbo donde las ideas puedan desplegarse hasta el extremo sin tener que ensuciarse demasiado con la realidad.
Frente al humanismo ilustrado de Settembrini, Naphta encarna otra cosa: la fascinación por los sistemas cerrados, por las verdades absolutas, por las ideas que no admiten réplica porque se consideran superiores a la vida misma. Su discurso es brillante e incómodo. No busca convencer desde la empatía, sino desde la coherencia implacable. Y, sobre todo, no teme el sacrificio, ni el propio ni el ajeno.
Naphta entiende algo que los demás prefieren ignorar: que las ideas no son inocuas. Que pensar no es un juego limpio, y que toda concepción del mundo llevada hasta el final exige víctimas. Donde Settembrini confía en la educación, el diálogo y el progreso gradual, Naphta ve debilidad. Donde uno cree en la palabra, el otro cree en la decisión. Incluso en la violencia, si es necesaria para sostener una verdad.
Lo inquietante de Naphta no es que tenga razón, sino que no la necesita para resultar convincente. Su fuerza no está en la bondad de sus ideas, sino en su disposición a asumir las consecuencias de llevarlas hasta el límite. En un mundo suspendido, donde nadie quiere decidir del todo, esa radicalidad ejerce una atracción peligrosa.
Mann no lo presenta como un monstruo, sino como una posibilidad. Y ahí está, quizá, la advertencia más incómoda de la novela: cuando el tiempo se estanca y la acción se aplaza indefinidamente, las ideas más extremas encuentran un terreno sorprendentemente fértil.
Como ya mencioné previamente Settembrini no es solo el portavoz del humanismo ilustrado en La montaña mágica. Es también, de manera explícita, un masón. Y ese detalle, que podría parecer secundario, resulta crucial para entender su forma de estar en el mundo y los límites de su pensamiento. La masonería que encarna Settembrini no es conspirativa ni oscura, sino luminosa: confía en la razón, en la educación, en el perfeccionamiento moral del individuo y, a largo plazo, de la humanidad.
Desde esa tradición, Settembrini cree profundamente en el progreso. Cree que la historia, pese a sus retrocesos, avanza. Que el conocimiento libera y que la palabra educa. Que la luz termina imponiéndose a la sombra.
Pero ahí es donde Mann introduce la grieta. Settembrini posee una ética elevada, pero vive instalado en el discurso. Su masonería lo impulsa a ilustrar, a corregir, a advertir, pero no necesariamente a intervenir cuando el mundo deja de comportarse de forma razonable. Frente a Naphta, que acepta sin problemas la violencia como instrumento histórico, Settembrini se aferra a la pedagogía incluso cuando esta empieza a parecer impotente.
El problema no es que Settembrini esté equivocado, sino que su fe en el progreso presupone un tiempo que la historia no siempre concede. Confía en una humanidad educable, gradual, capaz de mejorar a través del diálogo. Pero La montaña mágica se sitúa justo en el momento en que esa confianza empieza a resquebrajarse. En un mundo que se precipita hacia la guerra, la razón ilustrada corre el grave riesgo de llegar tarde.
Así, la figura de Settembrini no queda desacreditada, pero sí cuestionada. Mann no niega el valor del humanismo masónico; lo somete a una prueba histórica extrema dejando una pregunta siempre en el aire: ¿qué ocurre cuando las ideas que buscan iluminar el mundo se enfrentan a fuerzas que no creen en la luz, sino en la decisión, el sacrificio y la ruptura?
Fuente: Suiza turismo
La guerra destruye de golpe la ilusión del limbo y devuelve al cuerpo su fragilidad, a las decisiones su coste, a las ideas su dimensión material. Todo aquello que el sanatorio había mantenido a distancia irrumpe con una contundencia que no admite matices. La montaña, con toda su lucidez y su refinamiento, no ha servido para evitar la catástrofe.
Y esa es, quizá, la acusación más dura que plantea Mann. No contra el pensamiento, sino contra una forma de pensamiento que se vuelve autosuficiente. Europa fue capaz de analizarse hasta el agotamiento sin impedir su propio derrumbe. El sanatorio no era ajeno al mundo, era su síntoma.
No sabemos qué ocurre con Hans Castorp. Mann no nos concede esa tranquilidad. Pero quizá no importa. Lo importante es el gesto final: la bajada forzada, el choque con la historia, la evidencia de que ninguna torre de marfil es impermeable para siempre. Tarde o temprano, el tiempo vuelve a exigir algo más que comprensión.
Leer a Mann hoy deja una incomodidad difícil de sacudirse. No porque la novela sea oscura o complicada en sí misma, sino porque señala una tentación muy reconocible, la de quedarse demasiado tiempo en espacios donde es posible comprender sin tener que responder, analizar sin exponerse, observar sin implicarse. La montaña resulta atractiva precisamente porque ofrece distancia y esta, casi siempre, parece lucidez.
Pero el descenso final de Hans Castorp recuerda algo que preferimos olvidar: que ninguna suspensión es eterna, que el tiempo histórico acaba regresando, a veces de forma brusca, y nos encuentra tal y como estamos. Con nuestras ideas afinadas, quizá, pero no necesariamente con la disposición a actuar. La cultura, el pensamiento, la reflexión no nos vacunan contra la catástrofe si se convierten en refugio.
Bajar de La montaña mágica no significa rechazar el pensamiento ni la lentitud, sino desconfiar de su comodidad. Quizá leer esta novela hoy sirva para eso, para preguntarnos cuánto tiempo llevamos observando el mundo desde arriba, convencidos de que entenderlo equivale a estar a salvo. Y para recordar que, antes o después, siempre hay que volver abajo. Aunque el suelo esté embarrado y el ruido sea insoportable. Aunque ya no haya tiempo para seguir pensando y debamos actuar.



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